He sustituido el maravilloso y ancestral vicio de rebuscar películas, libros y discos en los lugares más exóticos, con el corazón acelerado al encontrar lo que te había recomendado gente fiable o tu propio y gozoso descubrimiento, por el rastreo obsesivo de series de televisión. Sorprendente, ya que ni siquiera en la niñez he sentido adicción hacia ese medio con vocación de embrutecimiento, nunca ha formado parte de mis mejores sensaciones como espectador, jamás la he frecuentado con el pretexto de que te hace compañía, te relaja, ahuyenta el silencio, llena los tiempos muertos, te entretiene.
Pero es gracias a bastantes series de la televisión actual que el mejor cine sobrevive. La mayor concentración de talento, sobre todo en eso tan vital e imprescindible llamado guiones, ha desertado de un Hollywood alarmantemente seco para brillar deslumbrantemente en esas sagas policiacas (The Shield y The Wire), gansteriles (Los Soprano), intimistas con tendencia a la negrura (A dos metros bajo tierra), bélicas (Hermanos de sangre), del Oeste (Deadwood) o históricas (Roma), que te tienen perdurablemente enganchada y agradecida a la cinefilia de cualquier parte, destinados a convertirse en clásicos.
Sintiendo una progresiva y justificada pereza ante el pesado o previsible material que ofrecen los festivales de cine más trascendentes, sospecho que ahora es más fácil encontrar el paraíso y los hallazgos deslumbrantes en los festivales de televisión. Si la ya mítica productora HBO montara una cita anual exhibiendo exclusivamente los frecuentemente magistrales productos de la casa, ese toque de clase y esa garantía de calidad y de complejidad que acompaña a todo lo que lleva sus siglas, imagino que el anhelo de los amantes del cine prescindiría sin ninguna nostalgia de las citas de Cannes, Venecia, Berlín y San Sebastián, para apostar sobre seguro con la creatividad y el arte de esas series, de la más legítima fábrica de sueños.
¿Y las series españolas? Sigo inmune a sus presumibles encantos, sin la menor identificación emocional o lúdica con las cosas de la tierra, encantado de que los cerebros de HBO sigan colonizando mi subconsciente. No es una cuestión de esnobismo, de elitismo pedante, de que sólo me fascine lo que está lejos de casa. Simplemente es así mi sincera concepción de lo bueno y de lo malo.
Pero juro que lo intento con los productos patrios. Me asomo con expectativas a la hiperpublicitada Cuenta atrás, que además va de polis, mi género favorito. Y todo me suena a falso, a rutinario, a prescindible. Pero veo los dos primeros capítulos de la inteligente y ácida Studio 60, ambientada en el mundo de la televisión norteamericana, y me vuelve a dar el subidón. Nunca he entendido la necesidad de eso tan surrealista llamado hacer patria.
Carlos Boyero, en El Mundo de 11 de mayo de 2007