Mientras en la vida de una mujer el primer mandamiento sea (como lo viene siendo desde hace siglos) seducir y agradar, esto la llevará a ser en cierto modo enemiga y rival de las otras mujeres, que pretenden también a su vez, y con igual denuedo, ser atractivas y seductoras. Lo que hay en mí de feminista no se basa ni por asomo en la pretensión de que somos, las mujeres, estupendas y superiores, o en que carece de fundamento todo lo malo que en forma de tópico circula acerca de nosotras. Mi feminismo nace del convencimiento de que se nos deben brindar las mismas oportunidades que a los hombres, entre ellas la posibilidad de ser mejores, que pasa sin remisión por dejar de vernos a nosotras mismas y de proponernos a los otros como objeto, pasa por desterrar del centro de nuestra vida la obligatoriedad perentoria de gustar y complacer a los demás, para poder emprender a partir de ahí otras empresas de las que sí seríamos entonces, y sólo entonces, capaces. Y ello traería consigo –espero– la merma de rivalidad entre mujeres y una disponibilidad mucho mayor para establecer relaciones de amistad (antes de haber sido descalificadas por la edad y la pérdida de belleza en esa carrera de esposas-geishas que se nos propone, y aceptamos, tantas veces, como la única posible), relaciones de amistad con otras mujeres y también con otros hombres, ya que la amistad de una mujer con un varón empieza a ser posible en el punto en el que ella descarta la obligatoriedad de seducirlo y él deja de vivir la ausencia de sexo entre los dos como un falta de hombría.
Esther Tusquets, en Prefiero ser mujer
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