El sábado pasado volví al teatro 10 años después de la última vez.
El teatro no me gusta, no me llega, no me emociona. Siempre me resulta exagerado, sobreactuado, no me lo creo.
Sin embargo, debo reconocer que la obra que vimos,
Un enemigo del pueblo, de Henrik Ibsen, era muy buena. El texto, muy inteligente y aún más actual, escrito sin embargo en 1882. El montaje, para un ignorante como yo, sorprendente y llamativo. Pese a mis reticencias, los actores, sobre todo el protagonista,
Francesc Orella, me gustaron bastante. Las actrices, salvo la bella
Olivia, algo más flojillas.
Pero lo que más me gustó de la obra no estuvo en el escenario, sino en la grada: sentado tres filas por delante de nosotros, alguien al que no le iría del todo mal el apelativo que titula la función, si no fuese porque el enemigo del pueblo de
Ibsen se enfrenta, por principios, a toda la sociedad de Trondheim porque nadie quiere aceptar que el negocio sobre el que se sustenta la ciudad, que da poder a los políticos, dinero a los comerciantes, audiencia a los periodistas, el balneario de renombre internacional, tiene sus aguas envenenadas.
Sentado a unas pocas filas de nosotros, digo, se encontraba el ínclito ciudadano Pedro José Ramírez Codina,
Pedro J. para los amigos, o Jota Pedro
para los enemigos, que son legión.
Ver su calva relucir desde tan cerca daba una lectura distinta a la obra, donde aparecían periodistas dispuestos a todo para derribar al corrupto gobierno municipal... hasta que el alcalde les hacía ver que con el balneario también se derrumbaría su cadena de televisión, sus números de audiencia, su influencia, su poder.