Elección y selección
Mi amigo Juan lleva días diciéndome que está preocupado por la baja calidad de nuestros políticos, por el hecho cierto de que (no sólo aquí, sino en toda Europa) los gestores de la cosa pública son auténticas medianías, cuando no mediocres personajes. Y, puestos a reflexionar un poco sobre tan evidente realidad, lo primero que me viene a la cabeza es una interrogante un poco burlona: ¿Por qué razón, amigo Juan, esperas tener buenos políticos cuando usamos un método tan defectuoso para seleccionarlos? Porque, seamos serios, la elección por el pueblo es uno de los peores sistemas de selección que se pueden imaginar para obtener una elite de gestores competentes. La democracia garantiza casi con toda seguridad que resulten elegidos los peores, los mediocres y los demagogos.
Comprendo que esta afirmación suscite asombro e indignación en más de un lector, pero es algo que resulta evidente a poco que se reflexione. Y algo que, además, siempre se ha sabido. Yendo a lo primero, piensen ustedes qué método de selección utilizarían para designar los mejores médicos del país, los mejores científicos, los mejores empresarios, sobre todo cuando de esa elección dependiera su salud, su seguridad o su progreso económico. ¿Pondrían ustedes a votación entre todos la elección? ¿O utilizarían criterios más objetivos? ¿Creen ustedes que si encargásemos a una agencia de selección de personal la búsqueda de un buen técnico de informática para nuestra empresa, utilizaría un sistema de votación abierto a todos para encontrarlo? ¿Se nombra el capitán del buque por elección entre los tripulantes? La respuesta obvia es siempre negativa: para seleccionar buenos profesionales utilizamos otros métodos, porque sabemos que la decisión mayoritaria de los incompetentes no sirve para escoger a los más competentes. El sistema de elección por votación universal es un sistema asombrosamente inadecuado si lo que deseamos es seleccionar a los mejores, no a los más populares. Dicho sea de paso, en España tenemos un ejemplo pasmoso de este hecho: la persona mejor valorada de entre todos nuestros cargos públicos es precisamente aquélla que hemos decidido que sea seleccionada por el azar biológico, mientras que las que elegimos nosotros mismos no nos merecen muy alta valoración.
Lo curioso de la cuestión no es tanto lo que estoy afirmando, sino que haya llegado a olvidarse. Porque es algo que siempre se ha sabido: desde Platón a Tocqueville, muchos pensadores políticos han estado de acuerdo en que la elección por el pueblo es un sistema que provoca, precisamente, que los mejores ciudadanos nunca serán seleccionados. Pues ¿cómo el criterio de los mediocres, que son la mayoría por definición, iba a escoger a los mejores que son minoría? ¿Y cómo los sabios y prudentes, que son pocos, iban a someterse al criterio de decisión de los muchos vulgares? Usamos de la democracia para gobernarnos, sí, pero no 'porque' su sistema de selección de gobernantes sea el mejor (como creen muchos), sino 'a pesar' de que es uno de los peores (como siempre se ha sabido). Usamos la democracia para gobernarnos porque la persona, para vivir civilizadamente en comunidad, precisa sentir que participa del gobierno de esa comunidad, porque de otro modo se siente tratada como un súbdito desechable, como dijo Aristóteles. El hecho de que nosotros seamos quienes elegimos a nuestros gobernantes garantiza sí nuestra participación y nuestra conformidad a sus decisiones (la legitimidad), pero no seamos tan ingenuos como para creer que garantiza que van a ser los mejores. Porque es justo al revés.
Y ya puestos a desenrollar el ovillo de esta historia, hay que decir que esto es sólo el principio. Porque si la más mínima teoría analítica sobre elección/selección nos dice lo anterior, los resultados empeoran todavía más cuando introducimos en escena algunos nuevos elementos de nuestra sociedad actual. Por ejemplo, los partidos políticos y la democracia de audiencia.
Los partidos, con independencia de su origen y de su ideología, responden, como organizaciones humanas que son, a las leyes invariables de toda burocracia (como sabemos desde Weber y Michels). Entre ellas, a la ley de hierro de las oligarquías, en virtud de la cual es la minoría dirigente la que se hace cargo de la organización y, en lo que ahora interesa, filtra y preselecciona a los candidatos a gobernantes. Con lo que los ciudadanos elegimos, sí, pero entre los previamente elegidos por unas organizaciones dominadas por elites burocráticas.
Por otro lado, en unas sociedades modernas en las que la esfera pública está estructurada por los medios de comunicación, con sus técnicas y recursos característicos, la selección de gobernantes debe también someterse al dominio universal de tales técnicas mediáticas. La realidad que recibimos está en grandísima parte construida por los propios medios que nos la presentan, que son quienes dominan la agenda, la secuencia y el enfoque. Las personas a elegir están 'construidas' con las mismas técnicas y así se presentan a los ciudadanos, que eligen como elige una gran audiencia televisiva. La ciudadanía activa tiende a ser poco más que un público espectador.
Mezclen todo esto y obtendrán resultados sorprendentes, que se alejan muchísimo de la idea ingenua de que seleccionamos a los mejores de entre nosotros para gobernar ¿No lo creen todavía? Pues piensen cuál es el resultado real y concreto de la capacidad de elección que tenemos como telespectadores ¿Qué resulta de nuestra capacidad de elección como personas armadas de un telemando? Programas basura que en teoría a todos nos disgustan, pero que están ahí por la ley inflexible del triunfo de lo mediocre, lo fácil y lo superficial en cualquier elección universal.
¿Y cómo no se derrumba el sistema democrático, si está basado en tan pobres sistemas de selección? Pues, aunque de nuevo no gustará a muchos la respuesta, por un factor añadido que hasta ahora no he mencionado: la competencia. Es decir, por el hecho de que no existe un solo partido, una sola organización social, una sola iglesia, una sola elite, sino varias en competencia entre sí. Es de esa competencia de donde deriva el sistema su capacidad para producir resultados admisibles, un poco por encima del nivel que llevaría a su defunción. La democracia es en gran parte el resultado indeseado del libre juego de unos actores e 'inputs' no democráticos. Ése es el hallazgo salvador: el pluralismo competitivo.
Naturalmente, está muy de moda (en realidad siempre lo ha estado) poner el grito en el cielo ante esta realidad y proponer una regeneración del sistema sobre la base de unos ciudadanos exigentes y participativos, unos partidos de nuevo cuño y un espacio público distinto. Regeneración es la palabra mágica. Pero me temo que todo eso es pura sofistería: no está en nuestra mano cambiar radicalmente la estructura básica del mundo social que nosotros mismos producimos con nuestra propia actividad. Igualmente hay que decir que es altamente improbable (suponiendo que fuera factible sin atropello de la libertad) un cambio antropológico del ser que habita nuestras sociedades occidentales; igual que no van a cambiar las leyes que rigen las organizaciones burocráticas ¿Entonces? Bueno, primero un poco de humildad sin falsas ilusiones: el sistema democrático funciona, aunque sea con unos niveles que distan muchísimo de la excelencia. Segundo, hay sugerencias, mínimas pero interesantes, para modificar a mejor ese funcionamiento. Otro día te las contaré, Juan.
J. M. Ruiz Soroa, en El Correo de 2 de septiembre de 2007
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