29 de septiembre de 2010

¡Viva el vino!

Los sabios no podrán enseñarte nunca nada, mas la caricia de unas negras pestañas de mujer te revelará la felicidad. No olvides que tus días sobre la tierra están contados, y que bien pronto volverás al polvo. Trae vino, busca un lugar al abrigo de importunos, y deja que la vid te consuele.

¡Si supieras cuán poco me interesan los cuatro elementos de la naturaleza y las cinco facultades del hombre! ¿Dices que algunos filósofos griegos podían proponer hasta cien enigmas a sus oyentes? Mi indiferencia a este respecto es absoluta. Trae vino, coge un laúd, y deja que sus modulaciones nos recuerden las de la brisa que pasa como nosotros.

¡Ignorante que te crees sabio y te debates entre dos infinitos: el pasado y el futuro! Quisieras poner entre ambos una mojonera y sentarte allí a descansar. Mejor es que busques la sombra de un árbol y un ánfora de vino, y trates de olvidar tu impotencia.

¡Todos los reinos de la tierra por un vaso de vino! ¡Toda la ciencia de los hombres por la suave fragancia del mosto fermentado! ¡Todas las canciones de amor por el grato murmullo del vino que llena nuestras copas!

De la felicidad no conocemos sino el nombre. Nuestro más viejo amigo es el vino nuevo. Acaricia con tus ojos y tus manos el único bien verdadero: el ánfora llena del jugo de la vid.

¿Nuestro tesoro? El vino. ¿Nuestro palacio? La taberna. ¿Nuestros fieles amigos? La sed y la embriaguez. Ignoramos la inquietud porque sabemos que nuestras almas, lo mismo que nuestras copas y trajes mancillados, no tienen que temer ni el polvo ni el agua ni el fuego.

Nada me interesa ya: levántate y dame vino. Esta noche, tu boca es la más bella flor del universo. ¡Vino! ¡Vino rosado como tus mejillas! Y que mis remordimientos sean tan leves como tus rizos.

Omar Jayyam, poeta persa del siglo XI.

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