Supongo que ahora lo contaré y nadie me creerá. Pero ocurrió, en los lejanos 80 que ahora evocamos con cristales risueños como paraíso de apertura. Colaboré en el resumen-fin-de-año de una revista moderna y allí incluí, entre lo mejor, a Joaquín Sabina. Lo publicaron pero ¡me riñeron! Lo menos que dijeron fue que era una boutade, una provocación tonta: "a Sabina no hay por dónde agarrarlo, Diego".
No voy a entrar en la erizada de relación de Joaquín con ese sector de los "exquisitos", allá ellos y sus prejuicios. Creo recordar que lo que allí decía era que Sabina nos permitía ver los toros desde la barrera, vivir peligrosamente a través de sus canciones. Todos queremos tener vidas excitantes pero muchos no damos la talla: carecemos de dinero, de libertad de horarios, de la energía suficiente, del talento para movernos cómodos por antros y palacios.
Había comprobado -lo ratificaría a lo largo de muchos conciertos posteriores- que Joaquín tenía un público, digamos, convencional. Uno iba a sus shows y no se encontraba rodeado precisamente de canallas (aunque también había algunos) sino de gente normal, que celebraba la agitada existencia del Rey Canalla, una existencia que nos estaba vedada. A veces, si el recital se prolongaba, veías espectadores que se retiraban con los ojos bajos: costaba reconocer, en plena apoteosis del desorden existencial, que ellos debían fichar a la mañana siguiente.
Nos emocionaban las canciones, pero nos fascinaba el Personaje Sabina: follador, drogota, bebedor, burlador, arrebatado, agitador, irresponsable. Asistíamos felices a la construcción de la imagen del antihéroe: bastaba comparar "Y nos dieron las diez" con su hermana "Ojos de gata", de Enrique Urquijo, para entender que Joaquín siempre optaba por glorificarse (y lo podía hacer de modo más sutil que en "Eh, Sabina" o en "Pacto entre caballeros").
Y así aguantamos. Con mucha tolerancia como artista, Joaquín solía facturar discos feos -en portada, en producción, en repertorio final- que se redimían por un puñado de canciones matadoras. Hasta que llegó el flash cegador de 19 días y 500 noches. Todo estaba allí: la idealizada derrota amorosa, la novela negra, la panorámica sobre la realidad inmediata, la inmersión en nuestra Historia, el ventrílocuo que hacía hablar a las marujas, Argentina, los mensajes a los colegas. Por una vez, no sobraba nada.
Corto gozo el nuestro. El toro le dio un revolcón serio y, poco a poco, surgió el nuevo Sabina: ya no va de Manolete, ahora prefiere ejercer de Joaquín Vidal. El Rey Canalla se ha jubilado y en su lugar ha aparecido el Agudo Comentarista, incluso con su página semanal. Se conforma hoy con ser letrista, el Letrista por antonomasia. Aunque ahora trabaja más y más para el Tendido de los Poetas. Ya no entra a matar: sus versos acumulan juegos de ingenio, pirotecnia verbal, mucho oficio. Posiblemente, se ha hartado del tópico del cronista de la mala vida, no quiere narrar para que otros experimenten placeres vicarios. El el Joaquín Sabina del Siglo XXI. Aprenderemos a quererle, a pesar de su histórica altura.
Diego Manrique (Revista Efe Eme, octubre 2005)
1 comentario:
De Sabina me encanta eso de Las secretarias de las oficinas desayunan en la esquina un tentempié, y cuando bajan de la luna...
Publicar un comentario