14 de abril de 2010

"Iba Aníbal, mi hermano, en su jeep camino de la universidad donde enseñaba, en medio del carrerío mañanero, cuando llegando al Punto Cero (el puente desde donde cae la plomada que marca el centro de la ciudad) ve que los carros que van delante le sacan el cuerpo a algo, a una mancha roja: a un perro atropellado, moribundo, ensangrentado. Aníbal frenó en seco y se bajó del jeep mientras los otros carros maniobraban para obviarlo mentándole la madre. ¿Qué hacer? ¿Subir al perro al jeep? Desesperado empezó a hacer señas para que los de los otros carros pararan y lo ayudaran. Nadie paraba. Nadie ayudaba. Eran las siete de la mañana y todos iban apurados al trabajo. Aníbal se arrodilló en el pavimento y sus ojos se cruzaron con los del perro, que lo miraba suplicante. Como pudo lo levantó y lo subió al jeep, aullando el perro de dolor. En ese instante, siete de la mañana, hora de Colombia la Gran Puta, en medio de un carrerío, ensangrentado, la vida de mi hermano cambió: se había echado sobre sus hombros todo el dolor de la tierra. Hasta ese instante su vida había sido una: en adelante fue otra. Había descubierto el dolor de los animales. Buscando dónde le atendieran al perro (o más exactamente, dónde se lo ayudaban a morir pues ya no tenía salvación), fue a dar a la Sociedad Protectora de Animales de Medellín, un desastre, un infierno: el infierno que se echó a cuestas por el resto de sus días. Llevo años tratando de contar esa historia que empieza en el Punto Cero y que sigue en la Sociedad Protectora de Animales de Medellín y no he podido. Y no podré...".

Fernando Vallejo, el otro día entrevistado en El País.

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