28 de septiembre de 2006

Palabras

...y uno no recuerda hasta qué punto nació para eso
ni todo el amor al que puede tener acceso...

Jorge Drexler, Transoceánica


Aparentes paradojas, que quizá no lo son tanto: un letraherido como yo (qué bien suena en catalán, lletraferit, con un aire a castellano antiguo) experimentando los límites de la palabra, llegando a rincones, más bien territorios enteros, donde no es posible articular los pensamientos en frases, donde sólo se puede sentir.

Hace casi seis años, cuando mi hermana murió, llegué de forma desgarradora a una de las fronteras del país de la palabra, esa que da con la tierra del dolor más íntimo, el que parece imposible comunicar a los otros.

De entonces recuerdo vívidamente una sensación que, afortunadamente, no he vuelto a experimentar: me encontré completamente solo en el mundo, que no era más que un inacabable paisaje totalmente desolado, yermo, vacío.

Aprendí entonces que, en realidad, lo que no se puede transmitir hablando puede hacerse llegar a los demás a través de la mirada, de un abrazo, o simplemente al darles la mano.

Después de unos años transitando sin sobresaltos por la tierra de la palabra, llegué hace unos días, ahora feliz y despreocupadamente, a otra de sus fronteras con el territorio de lo inefable.

Pero esta vez tuve claro desde el principio que no era como antes: aunque no podía hablarlo, me bastaba con sentirlo, y además sabía ya (algo, poco, se aprende con los años...) que, en esos parajes silenciosos, había otras formas de comunicar las intensas sensaciones que estaba experimentando.

Y a eso me dediqué, a sentir y a comunicar lo que sentía sin emitir palabra (no digo sonido, pues gruñidos, gemidos, suspiros sí escaparon de mi boca...).

Y ahora, sin otra alternativa que la locura (no se puede vivir en una nube, ¿o sí?), advierto con sorpresa el esfuerzo que me está costando (¡a mí!) volver a entrar en mi reino preferido...

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