Querida personita seis mil millones,
Como miembro más reciente de una especie que destaca por su curiosidad, es probable que no pase mucho tiempo antes de que empieces a formular las dos preguntas de los sesenta y cuatro mil dólares con las que los demás 5.999.999.999 de nosotros llevamos algún tiempo peleándonos:
¿Cómo llegamos aquí?
Y, ahora que estamos aquí, ¿cómo viviremos?
Por extraño que parezca, por si seis mil millones no fuéramos bastantes, con casi toda seguridad te sugerirán que la respuesta a la pregunta de nuestro origen exige que creas en la existencia de un Ser distinto, invisible, inefable, que se encuentra «en algún lugar allá arriba»; un creador omnipotente a quien nosotros, pobres seres limitados, somos incapaces de percibir, y mucho menos comprender. Es decir, te animarán encarecidamente a imaginar un cielo, habitado por un dios, como mínimo.
Este dios del cielo, según se dice, creó el universo revolviendo su materia en una olla gigante. O bien bailó. O bien vomitó la Creación de su propio interior. O bien se limitó a decir que se hiciera y hete aquí que se hizo. En algunas de las historias más interesantes de la creación, ese único poderoso Dios del cielo se subdivide en muchas fuerzas menos importantes, divinidades menores, avatares, «antepasados» metamórficos gigantescos cuyas aventuras crean el paisaje, o los panteones crueles, entrometidos, licenciosos y caprichosos de los grandes politeísmos, cuyos actos alocados te convencerán de ,que el motor real de la creación fue el deseo: de poder infinito, de cuerpos humanos demasiado quebradizos, de aureolas de gloria. Pero es de justicia añadir que también hay historias que transmiten el mensaje de que el principal impulso creador fue, y es, el amor.
Muchas de estas historias te parecerán muy bellas y, por lo tanto, seductoras. Por desgracia, sin embargo, no tendrás que reaccionar de modo puramente literario a ellas. Sólo las historias de las religiones «muertas» pueden valorarse por su belleza. Las religiones vivas son mucho más exigentes. Así que te dirán que la creencia en «tus» historias, y la observancia de los rituales de culto que han surgido a su alrededor, deben convertirse en una parte fundamental de tu vida en este concurrido mundo. Las llamarán el corazón de tu cultura, incluso de tu identidad individual.
Es posible que en algún momento te parezcan ineludibles, no en la forma en que la verdad lo es, sino más bien como una cárcel de la que uno no puede evadirse. Puede que en algún momento dejen de parecerte textos que los seres humanos han empleado para resolver un gran misterio, y en cambio te parezcan pretextos para que otros seres humanos, ungidos como es debido, te den órdenes. Y es cierto que la historia humana abunda en la opresión pública que ejercen los aurigas de los dioses. Según la gente religiosa, sin embargo, el consuelo particular que la religión proporciona compensa con creces el mal que se inflige en su nombre.
A medida que los conocimientos humanos han ido aumentando, también se ha vuelto evidente que todas las historias religiosas sobre cómo hemos llegado aquí son, sencillamente, falsas. Eso es, finalmente, lo que todas las religiones tienen en común. No lo entendieron bien. No hubo ni revolvimiento celestial, ni danza del Creador, ni vómito de galaxias, ni antepasados serpientes o canguros, ni Valhalla, ni Olimpo, ni seis días de creación seguidos de uno de descanso. Falso, falso, falso.
Sin embargo, hay un punto que resulta de lo más extraño. La falsedad de los relatos sagrados no ha disminuido en lo más mínimo el fervor de los devotos. Más bien, la sandez total y desfasada de la religión lleva a sus adeptos a insistir con mayor estridencia aún en la importancia de la fe ciega.
Por cierto, como consecuencia de esta fe, en muchas partes del mundo ha resultado imposible impedir que la cantidad de miembros de la raza humana aumente de modo alarmante. La culpa de esta superpoblación, por lo menos en algunas zonas del planeta, la tienen los malos consejos de los guías espirituales. En tu propia vida, es muy posible que asistas a la llegada del ciudadano nueve mil millones del mundo. Si eres indio (y tienes una entre seis probabilidades de serlo) estarás vivo cuando, gracias al fracaso de los planes de planificación familiar, en esa tierra pobre y temerosa de Dios, la población supere la de China. (Si bien muchas personas nacen como consecuencia, en parte, de las restricciones religiosas al control de la natalidad, también muchos seres humanos mueren a causa de la cultura religiosa que, al negarse a enfrentarse a los hechos de la sexualidad humana, también impide que se combata la propagación de las enfermedades de transmisión sexual.)
Hay quienes te dirán que los grandes conflictos serán otra vez enfrentamientos religiosos, yihads y cruzadas, como lo fueron en la Edad Media. Yo no lo creo, al menos en la forma a que ellos se refieren. Mira el mundo musulmán, o mejor dicho, el mundo islamista, por usar la palabra acuñada para describir el actual «brazo político» del Islam. Las divisiones entre sus grandes poderes (Afganistán contra Irán contra Irak contra Arabia Saudí contra Siria contra Egipto) es lo que impacta con más fuerza. Apenas hay nada que se parezca a un objetivo común. Incluso después de que la no islámica OTAN combatiera una guerra a favor de los albanokosovares musulmanes, el mundo musulmán se demoró en aportar la tan necesitada ayuda humanitaria.
Las verdaderas guerras religiosas son las luchas que las religiones libran contra los ciudadanos corrientes de su «ámbito de influencia». Son guerras de los piadosos contra los muy indefensos; fundamentalistas americanos contra médicos a favor de la legalización del aborto, ulemas iraníes contra la minoría judía de su país, fundamentalistas hindúes de Bombay contra los cada vez más atemorizados musulmanes de esa ciudad.
Los vencedores de este enfrentamiento no deben ser los de miras estrechas que van al combate, como siempre, con Dios de su parte. Elegir la falta de fe es optar por el pensamiento por encima del dogma, confiar en nuestra humanidad en lugar de en todas esas divinidades peligrosas. Así pues, ¿cómo llegamos del nuevo siglo hasta este punto? No busques la respuesta en los libros de cuentos. Los imperfectos conocimientos humanos pueden ser como una carretera llena de baches, pero son la única vía hacia la sabiduría que merece la pena conocer. Virgilio, que creía que el apicultor Aristeo podía generar espontáneamente nuevas abejas a partir del cadáver putrefacto de una vaca, estaba más cerca de la verdad sobre el origen que todos los libros antiguos venerados. Las sabidurías antiguas son las tonterías modernas. Vive en tu propio tiempo, usa lo que sabemos y, cuando crezcas, puede que por fin la especie humana crezca contigo y deje de lado las cosas infantiles. Como dice la canción, it's easy if you try («es fácil si lo intentas»). En cuanto a moralidad, la segunda gran pregunta (¿cómo vivir?, ¿qué está bien y qué está mal?) se reduce a tu disposición a pensar por ti mismo. Sólo tú puedes decidir si quieres que los sacerdotes te dicten las leyes, y aceptar que el bien y el mal son algo externo a nosotros mismos. A mi entender, la religión, incluso en su forma más sofisticada, infantiliza esencialmente nuestro yo ético al establecer unos árbitros morales infalibles y unos tentadores inmorales irredimibles por encima de nosotros; los padres eternos, buenos y malos, brillantes y oscuros, del reino sobrenatural.
¿Cómo va a haber entonces elecciones éticas sin un reglamento o juez divino? ¿Es la falta de fe el primer paso en el largo declive hacia la muerte cerebral del relativismo cultural, de modo que muchas cuestiones insoportables (la ablación de clítoris, por mencionar sólo una) pueden excusarse por motivos culturales, y la universalidad de los derechos humanos puede asimismo ignorarse? (Esta última muestra de desmoronamiento moral encuentra seguidores en algunos de los regímenes más autoritarios del mundo y también, de modo desalentador, en los artículos de opinión del Daily Telegraph.)
Pues no, no lo es, pero las razones que llevan a tal conclusión no son claras. Sólo la ideología de línea dura es clara. La libertad, que es la palabra que yo uso para la posición ética-secular, es inevitablemente más confusa. Sí, la libertad es ese espacio donde puede reinar la contradicción, es un debate infinito. No es en sí la respuesta a la pregunta sobre la moral, sino la conversación sobre esa pregunta.
Y es mucho más que el mero relativismo, porque no es meramente una tertulia infinita, sino un lugar donde se elige, donde se definen y se defienden valores. La libertad intelectual, en la historia europea, ha significado sobre todo la libertad respecto a las limitaciones de la Iglesia, no del Estado. Ésa es la batalla que libraba Voltaire, y es también lo que los seis mil millones podríamos hacer por nosotros mismos, la revolución en que cada uno de nosotros tendría su pequeña seis mil millonésima parte; de una vez por todas podríamos negarnos a dejar que los sacerdotes y las ficciones, en cuyo nombre afirman hablar, sean los policías de nuestras libertades y nuestra conducta. De una vez por todas podríamos devolver las historias a los libros, devolver los libros a los estantes e interpretar el mundo sin dogmas ni complicaciones.
Imagina que el cielo no existe, mi querido seis mil millones, y de inmediato verás el cielo abierto.
Salman Rushdie