5 de mayo de 2008

Se me acusa con frecuencia (y cierto fundamento, à quoi bon le nier) de ser un idealista y un romántico impenitente, y detecto en el comentario cierto aire de reproche, como si fuese algo a evitar. Esto es algo que no me gusta nada, diría que incluso me molesta. Aunque, por otra parte, siendo sincero, reconozco que quienes me lo echan en cara tienen al cierta parte razón.

Ahora que vuelvo de pasar unos días con amigos en la playa podría dedicar este post hacer glosas del dolce far niente al que nos hemos dedicado con ahínco, y quizá es lo que algunos de mis fieles lectores esperan, pero no me apetece porque, pese a haberlo disfrutado, no ha sido eso lo más importante de este viaje.

De estos cuatro días, en los que me ha caído un año más en las alforjas, me quedo con tres cosas que poco tienen que ver con quienes me han acompañado y mucho con mi vida personal, interior, casi diría que íntima (si no fuese porque aquí las escribo, las echo al viento):

La renovación del compromiso que hice conmigo mismo hace ya casi un año: la voluntad de quitarme de encima todos esos kilos que me había ido echando en los tres años anteriores, de volver a encontrarme físicamente como alguna vez fui (sí, ya sé que no sólo pesan los kilos, también los años...). Vuelvo del viaje, en el que no me he privado de nada aunque he sabido moderarme en todo, más fuerte e incluso algo más delgado, contento por haber cumplido mi objetivo de hacer ejercicio allí y por comprobar cómo las míticas cuestas no me cuestan ahora tanto...

La segunda cosa importante es un convencimiento más que una constatación: la extensión de este compromiso del ámbito físico (que, por supuesto, es en parte también mental) al intelectual, al profesional. He decidido que este año, el de mis treinta y uno, va a ser un buen año. Y ya va siendo hora de poner medios para ello.

Y la tercera, last but not least, y donde sale a relucir el ramalazo poético del que ni quiero ni puedo librarme, es el reencuentro con ese pequeñísimo rincón del Mediterráneo que a fuerza de devorarlo con la mirada he acabado haciendo mío: la playa de la Guardia en Salobreña, con su inexistente arena e incómodos cantos, con su habitual legión de horterillas varios y pescadores domingueros, me ha dado probablemente los momentos de mayor tranquilidad y lucidez de mi vida.

El atardecer del sábado, en el que pese a estar acompañado estaba completamente solo frente al mar, fue el último hasta ahora.

Que sean muchos más.

4 comentarios:

Anónimo dijo...

les rêves sont des promesses marcos, il faut juste tout faire pr les rendre réels, et je suis sure que tu y arriveras.

quant à ta mer, j'espère qu'un jour j'aurai la chance de la voir et de partager ces précieux moments de silence et de paix.

grankabeza dijo...

Ojalá...

g dijo...

Uf.
No sabes cuánto me gusta leer esto.
Leerlo ahora.
Y cuánto más aumentan (que sí, cabe) mis ganas de verte.
Un beso.

grankabeza dijo...

:-)

Otro para ti, querida g.