Si a los humanos se nos puede clasificar en ciudadanos o rurales, yo no tengo ninguna duda de qué categoría es la mía: soy un bicho de ciudad(es).
Es evidente que estoy flipado con el viaje a Nueva York, no hay más ver la cantidad de entradas que le he dedicado en el último mes. Hay varios motivos para ello, pero probablemente el más importante sea que para mí NYC representa la ciudad por antonomasia: el lugar donde convive gente de diversos orígenes, donde se pone de manifiesto que es mucho más importante lo que nos une a los humanos (voluntad de prosperar, de vivir una buena vida) que lo que nos separa (lengua, raza, religión...).
Sí, ya sé que, como tantas veces, lo que digo tiene mucho de idílico. Que en la ciudad, como en cualquier otro sitio, y a veces más que en cualquier otro sitio, hay discriminación, racismo, clasismo.
Pero no deja de asombrarme la demostración práctica, que se ve en Nueva York más aún que las otras ciudades que conozco, de que, si el roce no hace el cariño, al menos sí propicia la mezcla, aunque no sea más que por acreción, de identidades supuestamente puras para dar como resultado una identidad mestiza, variable, compuesta de retales de aquí y de allá, con la que me encanta dar en los morros a los defensores de las esencias inmutables, a los que tanto asco tengo.
Hala.
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