12 de mayo de 2009

Además de todas las objeciones teóricas que se le pueden poner al nacionalismo, ideología reaccionaria como pocas, hay una crítica fundamental de la práctica del nacionalismo en el poder, sobre todo en sociedades post-heroicas, ricas y acomodadas como la nuestra:

Los políticos nacionalistas necesitan exaltar continuamente a su clientela con mensajes apocalípticos, agónicos, tremendistas, que poco tienen que ver con la realidad de la inmensa mayoría de la gente.

Cierto es que este comportamiento no es exclusivo de los nacionalistas, y que en alguna medida lo comparten todos quienes ejercen el poder y temen perderlo (quién no recuerda el dóberman del PSOE en la campaña del 96), pero yo tengo la impresión de que es aún más acusado en los nacionalistas, que atizan incensantemente el miedo a la pérdida de las esencias, de la identidad, y de no sé cuántas otras cualidades de ese tótem, paradójicamente eterno e inmutable, sobre el que gira todo su discurso político: el Pueblo.

Aun sabiendo todo esto, y más teniendo en cuenta particular situación en el País Vasco, no por predecible deja de ser menos vergonzosa la pataleta histérica de Ibarretxe y compañía ahora que (¡por fin!) tienen que abandonar, al menos por un tiempo, el gobierno vasco.

Ruiz Soroa, tan lúcido como de costumbre, lo expresa perfectamente en su último artículo:

Ibarretxe, como un Alonso de Quijano moderno, y con él medio país, están atrapados en un texto, 'la novela de Euskadi', que cuenta nuestra realidad como un problema desmesurado, tan grande que se resuelve sólo con muertos, revoluciones, secesiones y demás hercúleas contribuciones. Euskadi es así la última novela de caballerías que se lee en serio en Europa, tan en serio que encandila la pasión de unos ciudadanos que, sin embargo, están a la cabeza de Europa en muchísimos indicadores de desarrollo social y humano modernos. Se comprueba en ello la verdad de la que se ha llamado 'ley de la importancia creciente de las sobras': cuanta más positividad existe en una sociedad, cuanto mejor se vive en ella, los restos o sobras de negatividad persistentes en su seno se perciben como más graves e intolerables. Probablemente tenemos menos problemas y conflictos que en ningún momento de nuestra historia pasada, vivimos como nunca nuestros padres soñaron poder hacer, y sin embargo nos sentimos rodeados de problemas y conflictos gigantescos y absorbentes. Si los viéramos como lo que son, como 'sobras' de escasa relevancia objetiva, probablemente los definiríamos mejor. Y los políticos podrían bajarse de la pasión por desfacer entuertos que duran siete mil años y por rescatar a gentiles naciones-doncellas, cerrar por fin la novela y encontrar causas o motores más humildes en la realidad prosaica que nos rodea.

José María Ruiz Soroa, en El Correo de 10 de mayo de 2009

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