17 de octubre de 2007

Ni sacando los artículos pesados a otro blog voy a conseguir libraros de mis obsesiones identitarias...

En uno de los que colgué ayer en Turrones..., Pedro Larrea escribe algo que me resuena profundamente, y más aún después de la experiencia del fin de semana en Zamora:

Explican los psicólogos que la identidad personal es la resultante de una elaboración compleja en la que intervienen dialécticamente tanto las representaciones que un sujeto tiene acerca de sí y de su proyecto de vida, como las representaciones que luego transmite a los demás y las que éstos a su vez le rebotan. La identidad es, por tanto, una autodefinición, un autoconcepto, la máscara-persona (como intuyeron los griegos), cuya significación compartida posibilita la vida social. Algo similar sucede en el plano colectivo. La identidad nacional no es una esencia objetiva que fluye a lo largo de la historia manifestando el espíritu de cada pueblo, como afirma el romántico. Tampoco es una invención carente de realidad y fabulada por las elites locales para mantener sus privilegios ante la amenaza universalista. Es una autorrepresentación, pero construida a partir de hechos diferenciales constatables y generadora de intensos sentimientos de pertenencia. Es una autoimagen que opera como memoria histórica, fuerza movilizadora y proyección de los deseos colectivos, eficacísima proveedora de sentido y capaz de explosionar, merced a su componente libidinoso, como un arma de opresión o como un grito de libertad.
Creo que de aquí viene mi interés por los nacionalismos: no es tanto un interés político, que también (opino que cuanto más lejos estén los sentimientos de la política, mejor), sino sobre todo personal, a raíz de mis problemas con mi identidad particular...

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