En uno de los que colgué ayer en Turrones..., Pedro Larrea escribe algo que me resuena profundamente, y más aún después de la experiencia del fin de semana en Zamora:
Creo que de aquí viene mi interés por los nacionalismos: no es tanto un interés político, que también (opino que cuanto más lejos estén los sentimientos de la política, mejor), sino sobre todo personal, a raíz de mis problemas con mi identidad particular...
Explican los psicólogos que la identidad personal es la resultante de una elaboración compleja en la que intervienen dialécticamente tanto las representaciones que un sujeto tiene acerca de sí y de su proyecto de vida, como las representaciones que luego transmite a los demás y las que éstos a su vez le rebotan. La identidad es, por tanto, una autodefinición, un autoconcepto, la máscara-persona (como intuyeron los griegos), cuya significación compartida posibilita la vida social. Algo similar sucede en el plano colectivo. La identidad nacional no es una esencia objetiva que fluye a lo largo de la historia manifestando el espíritu de cada pueblo, como afirma el romántico. Tampoco es una invención carente de realidad y fabulada por las elites locales para mantener sus privilegios ante la amenaza universalista. Es una autorrepresentación, pero construida a partir de hechos diferenciales constatables y generadora de intensos sentimientos de pertenencia. Es una autoimagen que opera como memoria histórica, fuerza movilizadora y proyección de los deseos colectivos, eficacísima proveedora de sentido y capaz de explosionar, merced a su componente libidinoso, como un arma de opresión o como un grito de libertad.
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