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Nadie discute el precio de la gasolina mientras que no podemos resistirnos a la oferta de música gratuita. Maticemos ese último adjetivo: los proveedores de Internet cobran cada mes. Curiosamente, ellos no tienen el brutal problema de imagen que aqueja al mundo musical.
La maldad intrínseca de las discográficas parece haberse incrementado en la era cibernética. Cierto que su comportamiento ante los nuevos tiempos fue el de un boxeador sonado pero me pregunto cuánto de ese vilipendio es espontáneo y cuánto es teledirigido por fuerzas en la sombra, esas empresas gigantescas que no quieren pasar por taquilla. La implantación de la cultura del gratis total necesita demonizar aquellas industrias de las que se abusa. Industrias que, debe reconocerse, son fácilmente demonizables por sus derroches, su arrogancia, su sordera.
Atención, que aquí nadie se sienta a salvo: lo sabe ya el negocio del cine y lo aprenderá pronto la industria editorial, con la difusión del e-book. Lo sufre la prensa, forzada a regalar en la Red lo que está vendiendo en los quioscos. Mundo maravilloso: la fonoteca, la filmoteca, la biblioteca y la hemeroteca universales. Pequeño problema: la exigencia de gratuidad requiere ignorar el proceso de producción; aparentemente, los discos se graban mágicamente, las películas aparecen de la nada, los escritores viven del aire, la información no necesita redacciones ni corresponsales. ¿Adivinan dónde falla la ecuación?
Diego A. Manrique, en su artículo Todo a cero euros, en El País de 1 de junio de 2009
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