9 de enero de 2010

Permítame

A Idea, en su casa, agosto de 2002

Una noche, sentados en un bar, usted me dijo «Creí que nos tuteábamos». Y yo contesté «Sí, como vos quieras».

Y otra noche salíamos de casa de amigos en la madrugada y usted me dio el brazo. Mientras cruzábamos la calle usted dijo algo que me halagaba. En ese momento yo tenía mucho para decirle, pero no supe cómo hacer, y enseguida nos despedimos.

Lo que usted no llegó a oír porque yo no supe cómo decir fue que había estado toda la noche mirándola. Y si no supe ni pude fue porque no podía creer que el calor de su cuerpo frágil junto al mío fuera cierto después de haberlo soñado más de treinta años.

Hace mucho tiempo, en un tiempo miserable, su voz llenó mis noches y mis días de poesía. Yo estaba en un sitio que no viene a cuento, y el amor eran unos versos muy breves que usted ha escrito; y la dignidad eran mujeres pequeñas y tozudas como usted, que por el solo hecho de existir aseguraban que la infamia no tenía esperanza.

Permítame decirle que no quiero tutearla, quiero admirarla. Permítame también confesarle que la he amado, y que así seguirá siendo.

Carlos Liscano

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