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En una sociedad democrática, en un país civilizado, un escritor es un particular que ejerce en privado su oficio, y que no tiene más presencia pública que la que le corresponde cuando el resultado de su trabajo se ofrece a los lectores. El escritor, en una democracia, es un ciudadano idéntico a otros, y en virtud de esa ciudadanía participa a veces en debates o en la defensa de causas a las que puede servir con su activismo personal o con la herramienta que mejor conoce, el idioma. Pero el escritor, por el hecho de serlo, o porque se atribuya a sí mismo o se le otorgue la condición de intelectual, no posee ni más clarividencia que cualquier otro ciudadano ni tiene un deber o una misión particular, ni representa nada ni a nadie más que a sí mismo. Cuando el escritor se convierte en símbolo casi siempre lo es a pesar suyo: porque lo persiguen o porque lo manipulan; o porque lo han asesinado (también, en ocasiones, porque ha elegido ser un impostor). Seguro que lo último que hubieran deseado Ossip Mandelstam o Bruno Schulz, por poner dos ejemplos de víctimas de las dos barbaries mayores del siglo XX, habría sido simbolizar el heroísmo de los débiles o la supervivencia de la palabra y de la imaginación en libertad incluso en las tinieblas más negras de la tiranía.
Bruno Schulz, o Mandelstam, o García Lorca, o Walter Benjamin, o Miguel Hernández, habrían preferido sin duda vivir y escribir más o menos como lo hacemos nosotros, los privilegiados de las sociedades democráticas, de los países razonablemente prósperos en los que hay lectores suficientes como para que nos ganemos con dignidad la vida o puestos de trabajo que nos dejen la holgura imprescindible para dedicar unas horas a nuestra vocación verdadera, así como un sistema de libertades que nos ampare incluso si decidimos militar como propagandistas de alguna dictadura. Entre el malditismo del hambre en el que pululaban los poetas bohemios de principios del siglo XX la megalomanía de esos escritores de aire bonapartista o proconsular que dominan durante varias generaciones la cultura pública de un país y hasta de un continente, hay un espacio anchuroso que es el del encuentro sin énfasis del libro y el lector, la fraternidad íntima, democrática y apasionada de la literatura. Da igual que un libro tenga mil lectores o cien mil: cada lector es una persona singular que establece con el libro un diálogo irrepetible, un espacio del tamaño de una habitación, nunca de esas ingentes plazas públicas o salas de ceremonias en las que se aparecen ante una multitud arrobada las grandes glorias nacionales.
La literatura pertenece al reino de lo más privado, y las multitudes siempre son invisibles en ella, porque las componen lectores que raramente se encontrarán entre sí, aislados en el espacio y a lo largo del tiempo. Nuestra muerte es algo tan privado como nuestra vida verdadera. En el duelo que sientan por un escritor sus personas más queridas no tienen por qué entrometerse cargos políticos adictos al parasitismo del resplandor ajeno ni jefes de protocolos ni maestros de ceremonias. Lo que tienen que hacer los poderes públicos por la literatura no es repartir premios y medallas sin ton ni son y sin otra finalidad que dar lujosas recepciones con muchos canapés y salir en el periódico, sino fundar buenas escuelas y buenas bibliotecas gracias a las cuales se extienda el reino igualitario del conocimiento, y por lo tanto de los libros. El único premio oficial plenamente honorable que puede recibir un escritor, vivo o muerto, es que le pongan su nombre a una escuela o a una biblioteca.
Antonio Muñoz Molina, hoy en Babelia
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