Hay que ponerse a contar. A contar en el sentido aritmético y en el
sentido narrativo. Hay que contar para recordar y hay que contar para
comprender, y hay que contar también para que el recuerdo y la
comprensión de lo vivido por otros se transmute en experiencia personal
de esa manera íntima que quizás sea posible a través de la literatura, o
de esa forma de novela visual que es el cine. Hay que contar
exactamente lo que pasó y hay que empezar a hacerlo ahora que todavía
viven y están lúcidos la mayor parte de los protagonistas, los testigos,
las víctimas no ejecutadas. Hay tiempo, pero es urgente. Y no solo
porque, como reflexionó con tanta melancolía Primo Levi, la memoria es
falible y se debilita a cada momento. Hay que contar para que no se
imponga la tergiversación y para que los verdugos y los responsables no
cuenten con ese eficaz aliado del crimen, el olvido.
Hay que contarlo todo, desde luego. No se mata ni se tortura a nadie, ni a quien ha matado o torturado. Y hay que contarlo todo no por equidistancia sino por amor a la verdad y porque sin el recuerdo completo no es posible ese logro tan difícil, y sin embargo tan necesario, la reconciliación, o al menos la convivencia razonable. Hay que contar el número de los asesinados, de los perseguidos, de los chantajeados, de los expulsados, de los torturados. Es importante la máxima exactitud posible de las cifras para hacerse una idea de la magnitud de la epidemia. Hay que saber cuántos se fueron porque ese número es un indicio del éxito de quienes mataban o acosaban para
limpiar el censo electoral de votos hostiles. Habría que saber, pero no
es posible, cuántos que deberían haber alzado la voz eligieron callar;
cuántos fingieron aquiescencia con la conformidad impuesta por los
criminales; qué porcentaje de gente hace falta que se someta o que calle
para que una comunidad entera quede sometida, sobre todo en esos
lugares donde se conoce todo el mundo y no es posible el refugio del
anonimato: un claustro de instituto o de facultad, por ejemplo, un
pueblo pequeño, una empresa. Es relativamente fácil contar el número de
los asesinados, los heridos, los mutilados para siempre, pero no puede
hacerse el censo fiable de todas las vidas que quedaron destruidas o
dañadas por la lenta onda expansiva de cada crimen, que prolonga su
efecto, invisible desde fuera, a través de los años y de las
generaciones.
Para saber algo sobre eso hace falta la otra forma de contar: la
narrativa. España es un país en el que se reivindica la memoria tan
perezosamente, tan retóricamente, que los mayores esfuerzos tienden a
hacerse cuando quienes pudieron y debieron contar están ya muertos. Hace
falta levantar el gran archivo oral de todos los que han sufrido, los
que han vivido para contarlo, los conocidos y los desconocidos, los
iletrados y los filósofos, cada uno de ellos depositario de una tesela
en lo que será el gran mosaico de una historia monstruosa, y quizás
también ejemplar. Algo tienen siempre en común todos los verdugos
ideológicos, los intoxicados por la religión y los intoxicados por el
milenarismo político, y los peores de todos, los que de un modo u otro
han combinado los dos, y por lo tanto han matado todavía con más
convicción, porque se aseguraban la salvación de las almas al mismo
tiempo que creaban el paraíso sobre la tierra: tienen en común que no
ven personas individuales, sino grandes grupos humanos, abstracciones
sagradas y abstracciones repulsivas, masas que merecen la salvación o
masas que merecen el exterminio. Ven al proletariado, ven a la raza, ven
al pueblo, y los ven en una apoteosis de beatitud o de maldad, ven a la
comunidad de los fieles o a la de los infieles, pero más allá no ven
nada, y si se fijan en alguien en concreto es para verlo como la
representación de algo, de alguna clase de identidad colectiva, y a
continuación lo idealizan o le pegan un tiro, lo abrazan o lo expulsan,
pero siempre sin fijarse mucho, porque padecen una extraña aflicción
ocular que les impide distinguir rasgos individuales, o porque
consideran que esos rasgos carecen de importancia.
De modo que frente a las abstracciones hay que levantar las
identidades personales y los nombres, meticulosamente, y para eso nada
más útil que las artes narrativas, las novelas y los cuentos y los
libros de memorias y las crónicas, los documentales y las películas de
ficción. Otra cosa que tienen en común los verdugos y sus cortesanos es
la facilidad para el olvido, la urgencia casi jovial por “pasar página”,
por “mirar más hacia delante y menos hacia atrás”, etcétera. No hay
injurias más fáciles de olvidar que las que han sufrido otros, sobre
todo si es uno mismo el que las ha cometido. Y como también explicó
Primo Levi, los que han cometido crímenes o han sido cómplices tienen la
extraordinaria facultad de convertir la mentira sobre el propio pasado
en recuerdo verdadero. Cuanta más información haya, cuantos más testigos
hablen, cuantas más historias se cuenten, más difícil será que
prevalezca la mentira o que se imponga demasiado pronto el olvido.
Cuando uno está lejos le afectan todavía más ciertas historias. Me
acuerdo de la pena inmensa de ver hace unos años en el Centro Rey Juan
Carlos de Nueva York el documental de Iñaki Arteta sobre algunas de las
víctimas menos conocidas del terrorismo, Trece entre mil. Y
esta semana he revivido ese mismo desgarro viendo en el Cervantes, que
dirige ahora con energía recobrada Javier Rioyo, la película de Manuel
Gutiérrez Aragón Todos estamos invitados, y escuchando a dos
novelistas que han escrito con claridad y potencia literaria sobre las
vilezas más sórdidas de las que se alimenta el terrorismo, José Ángel
González Sainz y Fernando Aramburu. Gutiérrez Aragón muestra cómo el
crimen, el chantaje y el miedo pueden coexistir fluidamente con los
rituales de una sociedad próspera en la que el pistolero y su víctima
viven sumergidos en una misma y vaga zona gris en la que se confunden
los cómplices, los instigadores de manos limpias, las personas decentes
pero cobardes, los indiferentes, los distraídos. En Ojos que no ven, González Sainz hizo una crónica de lo real que tiene por dentro una armazón de fábula. Años lentos,
de Fernando Aramburu, es una novela construida con esa infrecuente
destreza que alía la transparencia y la complejidad: una novela sobre
gestaciones más o menos frustradas —la de una criatura, la de un joven
terrorista— que trata también de la gestación de una novela. Los “años
lentos” son los del declive a la vez desganado y siniestro del
franquismo, ese pasado ya remoto que en las páginas de Aramburu nos da
escalofríos a quienes lo conocimos, un tiempo de torturadores
bronquíticos de tabaco negro y palillo de dientes y de sotanas lúgubres
que empezaban a bendecir a los pistoleros tan untuosamente como recibían
bajo palio al viejo tirano sanguinario.
Para esto vale el oficio al que nos dedicamos: para que nada se quede sin contar.
Antonio Muñoz Molina, Tiempo de contar, en El País de 21 de abril de 2012.
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