Llevo unas semanas muy poco expansivo, me cuesta ponerme a escribir. A ver si hoy consigo algo.
Hace diez días bajamos a Cádiz (Manu, Jorge y yo) con la excusa del concierto de Ruibal en el Gran Teatro Falla, el más importante de la ciudad.
Viajamos en tren, lo cual fue una gran idea, porque las cinco horas de viaje se hacen mucho más llevaderas. Yo me pasé durmiendo gran parte del trayecto, tanto a la ida como a la vuelta.
Para compensar nuestra pijería (al ir tres, habría salido bastante más barato el coche), nos metimos a dormir en una pensión hippy, Casa Caracol, que estaba infestada de mochileros guiris veinteañeros (sí, ya sé que yo también soy aún veinteañero, pero cómo se nota que ya no tenemos veinte años, dioss). Menudo sitio. Menudos baños, ¿eh, Manu?
Del finde, lo más flojillo fue precisamente lo que había motivado la escapada a Cádiz. El concierto de Ruibal no me gustó, no disfruté. Primero, y fundamental, porque no estoy en época nada romántica, y las canciones exaltadas del maestro gaditano no me tocan la fibra como durante tanto tiempo lo hicieron. Segundo, porque cantó el disco nuevo de principio a fin, con las canciones en el mismo orden, y sólo en los bises tocó alguna de las más antiguas, de las que animan al personal. Y ya era demasiado tarde para mí, que llevaba todo el concierto desconectado. Y finalmente, porque el público gaditano me decepcionó, me pareció mucho más frío de lo que esperaba (lo nunca visto: ¡Ruibal tuvo que pedir que dieran palmas!). Vi al maestro tratando de complacer (salió dos veces a hacer bises) pero sin que el público realmente lo mereciera.
Así que, aunque la experiencia ruibalera no fue tan especial, saqué una conclusión positiva: mucho mejor (y más barato) verle en la Galileo, con ese coro de locas que tanta vidilla le dan a sus canciones. Aun así, creo que descansaré un tiempo, me vi saturado de tanta boca y tanto beso y tanta luna y tanta piel...
Por lo demás, Cádiz me maravilló.
Como decía el gran Carlos Cano: la Habana es Cádiz con más negritos, Cádiz la Habana con más salero.
Sus edificios coloniales, descuidados, decadentes, sus jardines exuberantes, la luz, el mar, la sensación de tranquilidad, el buen humor de los gaditanos, su forma de hablar. Y la comida, porque nos pusimos moraos de pescaíto rico rico...
En fin, que me quedé con ganas de más. Habrá que volver, y no sé si podré esperar hasta los carnavales.
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