Sus detractores lo han convertido en una caricatura apresurada y grotesca, la perduración del torvo sujeto diabólico cuyo nombre era pronunciado a veces en los telediarios franquistas: para los proveedores de la blandura ideológica gubernamental es una especie de abuelo entrañable, la encarnación de esa presunta memoria histórica que consiste sobre todo en una confortable desmemoria que modela el pasado al gusto de la propia novelería narcisista, adornando con banderas y palabras de hace setenta años la vacuidad dócil del presente, la pose de rebeldía de quien gracias a ella puede sin remordimiento dar coba a los que mandan.
Antonio Muñoz Molina, en el Babelia de ayer, hablando sobre Santiago Carrillo.
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