Fuimos luego, en el coche de Cata, a una sala de fiestas de la costa, y ella aprovechó la coyuntura para repetir una vez más que ya no sentía celos por nada, que las continuas infidelidades de su marido había dejado hacía mucho tiempo de importarle, que sólo seguían temporalmente juntos por los niños, mientras Esteban callada, y yo la creía a medias, porque tenía una absurda propensión —que por fortuna he perdido— a creer aquello que la gente gratuitamente proclama, pero lo dijera ella o no lo dijera, la creyera yo o no la creyera, carecía de relevancia, pues si él me llamaba, y yo sabía que iba a llamarme, iría a su encuentro de todos modos, caminando sobre las aguas o apartando cadáveres. Después bailé con Esteban y —¡qué cursi suena, dios mío, pero es la pura verdad!— desfallecí de amor (utilicemos al menos palabras bíblicas), me mareé, me sentí morir, a punto estuve de demayarme en sus brazos, allí, en mitad de la pista, y luego, al acompañarme, ya recuperada, a un taxi, le pregunté cuándo volveríamos a vernos, y respondió «todos los días, durante toda la vida», y pensé que mi pregunta era estúpida, tan obvio era, tan evidente, que íbamos a pasar juntos el resto de nuestras vidas.
Esther Tusquets, en Confesiones de una vieja dama indigna
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