No me hizo Esteban, ni esta vez ni las siguientes, la tonta pregunta de si me había gustado, ni ponderó que yo era una maravilla, una diosa en la cama (pocos días después me diría —y eso sí debía de ser cierto, y eso sí me halagó— que nunca había encontrado a una mujer que hiciera el amor con tanta alegría). Y, sin embargo, tuvieron que transcurrir meses —ya vivíamos juntos— para que yo descubriera con estupor —una tarde cualquiera, en nada distinta a las demás, una de tantas tardes de sábado en que él no trabajaba y nos acostábamos para la siesta— que de mi propia sexualidad, yo, tan proclive los últimos tiempos a los juegos eróticos, ignoraba lo esencial; para que descubriera una calidad específica de placer de la que no tenía indicios y que no había añorado jamás, ni había buscado con éste ni con ningún otro hombre anterior, pues ignoraba, no sólo en qué consistía y cómo se alcanzaba, sino incluso que existiera, una dimensión de goce de mi cuerpo —siempre más sabio el cuerpo, siempre más certero y sutil que lo que llamamos espíritu— había estado, no obstante, aguardando, sin ser yo consciente de espera alguna, hasta que llegó Esteban, y con él la felicidad.
Esther Tusquets, en Confesiones de una vieja dama indigna
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